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No somos nacionalistas.

El inexistente “nacionalismo español”

Un último recurso de la retórica nacionalista, cuando ya se desmontan todas sus mixtificaciones, es afirmar que “todos somos nacionalistas”, frase muy utilizada por el tiranosaurio Arzalluz. Esta alusión al “nacionalismo español” es doblemente falsa puesto que los opositores al saqueo y tiranía nacionalistas no sólo no somos nacionalistas sino que es imposible que fuéramos “nacionalistas españoles”.

 

Ya hemos subrayado en otros lugares la existencia de una unidad territorial española desde la época anterior al Imperio Romano, así sentida por sus habitantes y que tuvo su continuidad hasta llegar al siglo XVIII. Para entonces, con la llegada del moderno concepto de nación, surgido del enfrentamiento entre élites y pueblo, y la identificación de este con la nación como cuerpo político y depositario de la soberanía, ya se da en España esa relación estrecha y necesaria entre Estado y nación por la que nacieron los grandes entes políticos nacionales en el siglo XIX, y que no es lo mismo que la politización interesada de rasgos étnico-culturales (nacionalismo integral) de los nacionalismos separatistas.

Este proceso estalla y se desborda con la invasión napoleónica, en 1808. Las actitudes políticas de entonces no pueden calificarse de nacionalistas porque la exaltación nacionalista, artificial, no es necesaria en una nación tan antigua como la nuestra.

Unos identificaron la lucha con la libertad y los antiguos derechos del pueblo, otros con la religión y la monarquía. Si los primeros forjarían la línea liberal, los otros darían lugar a la tradicionalista, un tema que ya hemos tratado. El pueblo se desinteresa de estos juegos ideológicos y actuará por instinto. Pasado el conflicto no se alineará enseguida con ningún bando en las luchas que iban a salpicar todo el siglo.

Que a los liberales no les gustara el sufragio universal, los derechos comunitarios del Antiguo Régimen, y que los tradicionalistas desconfiaran de todo lo externo a la dualidad “Altar y Trono”, explica porqué el 2 de mayo no sea hoy la Fiesta Nacional española.

Serán los liberales, como oposición, los que se identificarán con la idea moderna de nación, pero los tradicionalistas se sumarán a ella como un añadido a su defensa de monarquía y religión, a medida que los liberales avanzan.

A pesar de los esfuerzos historiográficos de los intelectuales de entonces, sigue sin ser necesaria la exaltación nacionalista en la vida política de los españoles, en un caso similar al británico.

Donde se definirán claramente ambas posiciones, al calor del combate político, será en Francia, donde se estructura un reaccionarismo que será el antecedente de la ideología fascista de entreguerras, enfrentado al bando de los liberales y demócratas radicales, en el que terminará encajando, en la etapa previa a la I Guerra Mundial, el socialismo francés.

Pero a mediados del siglo XIX, la tendencia liberal propone procesos de unificación, y no de secesión política con la excusa cultural. El romántico “ataque al imperio” se circunscribe al otomano, y la guerra franco-prusiana no generará ningún nuevo Estado, excepto Noruega.

Será en Alemania, una nación nueva, donde surgirá el nacionalismo tal y como es hoy: el nacionalismo integral.

La culminación del prolongado proceso de industrialización y modernización español, negado tanto por las historiografías separatistas como por la marxista, así como los desequilibrios regionales, no generarán movilizaciones nacionalistas españolas, sino exigencias locales y sectoriales de proteccionismo económico, vigentes hasta bien entrado el siglo XX, en el marco de un mercado y una clase empresarial (la “burguesía” del marxismo) unificados.

La imagen propagada por los nacionalismos disgregadores, especialmente el catalán, de un “arcaísmo” español ha sido demostrada como falsa (Leandro Prado de la Escosura, Nicolás Sánchez Albornoz, David Ringrosse, Andrés de Blas Guerrero…).

Lo mismo podemos decir en el caso vasco, con su falsa identificación nacionalista del carlismo, verdadero “reaccionarismo español”, y no vasco-navarro, ni siquiera específicamente fuerista, sino antiliberal, como reflejó acertadamente Menéndez-Pidal.

El propio nacimiento de las ideologías separatistas hunde sus raíces en el fracaso de las defensas del Antiguo Régimen y sus características: el ultrarreaccionario Sabino de Arana inventa el nacionalismo vasco por su frustración ante la derrota carlista y los intelectuales pequeño-burgueses catalanes teorizan una Cataluña “dinámica” y “eterna” como antídoto al necesario librecambismo y los rápidos cambios de la primera industrialización.

La firmeza y arraigo de la nación y Estado españoles, carentes por otra parte de desafíos y expansionismos exteriores, son el motivo de la inexistencia de la exaltación nacionalista en su seno. No hay “crisis de identidad”.

Evidentemente, ese arraigo y conciencia se manifestarán en demostraciones patrióticas ante desafíos puntuales (conflicto con Alemania por las Marianas, expediciones en Guinea, ocupación de Marruecos…), pero no surgirá ningún partido imperial o nacionalista.

Sin embargo, arraigará entre reformistas y republicanos una retórica patriótica teñida de reformismo que se mezclará, como durante la Transición post-franquista y como hoy, con la de unos nacionalismos disgregadores y traicioneros, dispuestos a travestirse de lo que sea, a infiltrarse donde sea, para lograr su meta.

Frente a ellos, las posiciones conservadoras reclamarán para sí la idea de nación, pero teñida con sus parámetros ideológicos que, con la derrota de los revolucionarios izquierdistas que se habían apoderado de la II República, se plasmaría en el régimen franquista, no obstante políticamente desmovilizador, antirrevolucionario (incluso de la revolución fascista) y desarrollista, en definitiva, ultraconservador.

Estos dos hechos, dados en el periodo 1930-1980, van a condicionar totalmente la visión de la existencia de un “nacionalismo español” identificado con el fascismo, y de unos “nacionalismos periféricos”, “democráticos” y legítimos. Nada más falso.

Un “nacionalismo español” surgido en un país de tan antigua existencia no habría podido desarrollarse más que como tradicionalismo, y de hecho el carlismo fue ese tipo de movimiento político. De ahí que la religión siga en la agenda de los dos bandos políticos como seña de identidad.

Como todos los movimientos cuya base es la defensa del papel socio-político de la religión, esta característica absorbe al resto.

Los movimientos reaccionarios surgidos con el primer régimen basado en el voto, la II República (no obstante toda la radicalización y manipulación caciquista por ambos lados), se encuadrarán en el corporativismo y totalitarismo de los fascismos de su época, los años 20 y 30.

Movimientos como la Unión Monárquica Nacional (surgida de la Unión Patriótica primorriverista), las JONS, el Partido Nacionalista o Falange Española, son ya fascistas, y su meta es la construcción de un nuevo régimen contrarrevolucionario, y no un nacionalismo similar al de los nacionalistas alemanes o italianos de finales del siglo XIX y principios del XX.

La izquierda colaborará, en su oposición al franquismo, en la labor de derrocamiento de la Historia y la cultura españolas, incluyendo sus propias tradiciones nacionales, y terminará por asumir paulatinamente las de los separatistas.

Este proceso se vio influido por el bajo nivel político y exceso de intelectualismo de los sucesivos dirigentes republicanos, desde la Restauración hasta la II República, de Salmerón a Azaña, lo que facilitó la penetración de otras ideologías. Penetración a la que la derecha no será inmune, dada la tradición regionalista y localista del Antiguo Régimen. Organicismo tradicionalista y krausista se dan de la mano en ausencia de un verdadero y sólido proyecto “jacobino”.

Nadie mejor que un político como Nicolás Salmerón para ejemplificar esta actitud contradictoria, de asunción progresiva de un falso “regeneracionismo” catalán, inaugurado con la operación “Solidaridad Catalana” de Cambó y de un patriotismo decimonónico de signo progresista: “…yo pugno por liberar a Cataluña, y mediante ella, por liberar a España entera. Si quien esto hace sirve o no a la República, sirve o no a su Patria; que lo diga la Historia…”.

El discurso doble, de ataque a todo lo español, del signo que fuere, descalificándolo con conceptos políticos vacíos pero agresivos, combinado con el permanente acoso “descentralizador”, “cultural”, “progresista”, sigue hoy vigente y exitoso en tanto no se le oponga otro claro y radical.