Hemos dicho repetidas veces que la cultura, como conjunto de símbolos y significados, es la puerta hacia la integración de los individuos en la sociedad, y un puente hacia las diversas identidades colectivas existentes (edad, raza, sexo, nación, escala social, etc) por eso es el ámbito de actuación y de manipulación del nacionaliismo desde el que teje su entramado totalitario y desarrolla su ingeniería social, los instrumentos principales son: una lengua más o menos inventada, y la escuela desde donde indoctrina a las futuras generaciones. Ambos son irrenunciables.
La cultura vive en una contradicción, entre su naturaleza creativa y flexibilidad, y la fijeza y tradición que encarna.
El nacionalismo se mueve en esa contradicción, invirtiéndola. Porque el nacionalismo sólo existe donde un grupo humano no es algo que quiere ser. El nacionalismo crea la necesidad de ser eso, habitualmente el estatus y las características de otro gran grupo humano, con una gran y antigua Historia, tal y como lo caracterizó el sociólogo René Girard: complejo de inferioridad y envidia hacia el “Otro”.
El nacionalismo dice defender una tradición cultural, pero en realidad es él mismo el que crea, inventándolos, los elementos culturales. De hecho desprecia la tradición, es rupturista, como es el revolucionarismo fundamentalista con respecto a la religión tradicional, o el fascismo con la derecha conservadora.
El nacionalismo no tiene nada que ver con la cultura, es subversión, y la legitimidad que obtiene con su "cultura", codificada, coactiva y militante, le convierte en el totalitarismo perfecto. El nacionalismo utiliza la cultura (especialmente el idioma, también inventado, deformado) como arma y la mentira como método.
Como todos los totalitarismos del siglo XX que han sido subversivos, ha especializado su propaganda en el victimismo más falso (como el de Hitler antes del estallido de la guerra) y el cinismo de acusar sistemáticamente a los demás de lo que él está haciendo.
Esta estrategia, junto con la infiltración (y cuando ésta no es posible, la corrupción) en todas las instituciones y asociaciones civiles, participando en el sistema para reventarlo (Hitler, Lenin), y la pasividad, cuando no la colaboración, de los partidos a nivel nacional, ha provocado un estado de pasividad irritada en la ciudadanía española ante el “democrático” chantaje político y económico, quizás inducida por la falsa creencia en que no necesitamos defender lo nuestro por darlo por evidente e implantado, y por cierto escepticismo ante un cambio radical en el orden establecido (¿y Yugoslavia, y Rusia?).
Nosotros, los españoles, formamos parte de la nación más antigua y no necesitamos de exaltaciones nacionalistas para sabernos y sentirnos tales. De hecho, el nacionalismo no existió en España en todo el siglo XIX, aunque sí se dieron manifestaciones patrióticas ante diversos hechos, siempre con un carácter integrador y abierto, especialmente con el tema de los territorios de ultramar. Mientras se forjaban las estructuras nacionales modernas del Estado, marco histórico y muy antiguo de esas libertades.
Precisamente por venir de muy atrás no existió un nacionalismo. No excluyó a nadie ni reivindicó esencias étnicas ni ideológicas y ningún grupo hizo de España una bandera partidista. La auténtica y la única patria de los españoles fue entonces, y es, la patria de la libertad; la lucha constante por la libertad, el progreso, la unidad y por su cultura.
Al atacar a España, aquellos que lo hicieron cayeron fatalmente con el tiempo en el ataque a la libertad, en el tradicionalismo reaccionario o el extremismo social, utópico y totalitario. Porque la exótica idea de la excepcionalidad y anomalía de España en Occidente es compartida por revolucionarios y reaccionarios, por tendencias políticas y por intelectuales. Ambos son, de hecho, las dos caras de la misma moneda y lo seguirían siendo en todo el siglo XX.
Todo ese siglo es una constante carga de negatividad del pasado y presente españoles por parte de los que actuaban o meditaban desde el campo de la política y la cultura. Desde 1898, la historia de la cultura española es la historia de una demolición. Hoy la destrucción está cumplida, la historia, su significado real en el presente como enseñanza y como marco, faltan.
Los dos bandos de la Guerra Civil lo destruyeron, unos por negarlo para sustituirlo por sus utopías hoy desaparecidas (comunismo, revolución) y el otro para colocar los símbolos de ideologías extrañas (águilas alemanas). Hoy hay dos generaciones de españoles que no han reflexionado sobre su propia cultura como no sea para negarla.
Fue a finales de los años 70 cuando se terminó el trabajo iniciado hace un siglo. Lo español pasó a ser entonces sinónimo de fascismo y de estalinismo, el español fue una lengua hecha para esclavizar y dominar (a los actuales exterminadores lingüísticos), y la cultura hispánica, modelo de intolerancia, ¡exclusiones! y genocidios... para ellos.
Era posible, eliminando las lagunas en que el franquismo sumió a parte de la Historia española, reinterpretar esta en lugar de terminar de derruir todo sin distinción.
Pero los protagonistas de la sacrosanta Transición política de 1977 sólo estaban interesados en que no surgieran discrepancias entre las futuras élites políticas que iban a repartirse el poder y el territorio de la nación española.
La consigna fue y es dejar de pensar en términos nacionales, sustituirlo por el relativismo político, el chantaje fascista de los nacionalismos dominantes del Norte y el caos de las taifas autonómicas.
Desde los regeneracionistas a los marxistas, todos han colaborado en ello. Todos los hechos políticos hasta el fatídico año 1936 llevan ese sello y lo conducen a su destino. Errores y prejuicios de derechistas e izquierdistas: la derecha con su estúpido y anticuado tradicionalismo localista, y la izquierda con su internacionalismo que hoy ha transformado en entusiasmo si se refiere a los nacionalismos disgregadores. Ahí está la repugnante actitud colaboracionista de IU con la chusma reaccionaria de los nacionalismos dominantes, y el actual fraccionamiento del PSOE.
El hecho es que el nacionalismo español no existe. Más aún, la única posible raíz de ese posible nacionalismo es religiosa, un integrismo a lo carlista, hoy y ayer también totalmente trasnochado. Los grupos que hacen bandera de tal nacionalismo español surgen en 1932, con la llegada de la II República y la caída del régimen que encarnaba valores conservadores: el altar y el trono. Fueron grupos que rápidamente adoptaron el fascismo en alza en toda Europa.
Nosotros somos, y no tenemos necesidad ni de inventar ni de ostentar, ellos no son, quieren ser, y no pueden. Inventan y lo califican de cultura. Nos acusan de hacer lo que ellos hacen, de ser lo que son ellos; la mentira tiene un gran rédito político: Hitler la practicó en los años 30.
Así pues cometemos varios errores:
Creer que la sociedad, sus miembros, no tolerarían un cambio autoritario o una alteración brusca, cuando lo cierto es que la sociedad no tiene control real ni opinión independiente, como tal sociedad, sobre los hechos políticos que unas minorías intelectuales y actuantes realizan.
No defender lo nuestro, nuestra cultura, nuestra tierra, por darlo por obvio, y pensar que nuestros problemas se centran en el día a día, dejando que sean otros los que los señalen (o provoquen).
Temer las acusaciones de los nacionalistas, y sobre todo, creerlas. La nación que es no necesita inventarse ni autorrepresentarse. No somos ni necesitamos ser nacionalistas. Nacionalista es el que nada es y quiere ser, por ello inventa. Nosotros defendemos lo que somos desde la noche de los tiempos, que ha continuado desarrollándose e incorporando elementos hasta llegar a la actualidad
Nuestros problemas vienen de muy atrás y han sido forjados por los mismos que hoy los causan: el localismo nacionalista vasco-catalán, sus explotadores y sus gentes. Este es el único enemigo.