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La cultura, lo popular y la cultura española

La cultura como interpretación de la realidad es un rasgo característico de la sociedad. La cultura popular como producto espontáneo ajeno, al menos inicialmente, a cánones académicos, no se confunde con la "cultura de masas" producto de las industrias culturales dirigidas por la mercadotecnia del comercio y difundida mediante la propaganda.

Enfatizando esta diferencia se analizan, sucintamente, algunos rasgos sobresalientes de la expresión de la cultura popular española: la religiosidad popular, la tauromaquia, el flamenco y la zarzuela.

 

Cultura popular/cultura oficial

La cultura es la memoria no-hereditaria de una colectividad y exige, para su propia existencia, de organización sistemática (ya que el sistema artístico se define y organiza en relación con “lo otro”, lo no-artístico) y de un sistema de comunicación, interior y exterior. 

Los tipos de construcción de estos dos sistemas en la cultura definirán la tipología de tal cultura, porque esos dispositivos de autocomprensión y autodefinición que genera la cultura, afectan poderosamente a su propio funcionamiento.

Una cultura es por lo tanto memoria. La labor fundamental de la cultura será organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre. La cultura es pues una interpretación de la realidad. Conocimiento, cultura y sociedad están íntimamente relacionados.

Frente a esa sistematización, lo popular es entonces una exterioridad en el tiempo, en el sistema social y económico, pero no es un área teórica ni homogénea, es visceral y heterogénea.

Desde el punto de vista del arte académico, establecido, el arte popular es una manifestación distinta, caótica y exterior a las normas, al canon artístico. Aunque la realidad de lo popular le permite ser permanentemente candidato futuro a la cultura establecida, y lo ha sido a lo largo de la Historia (el folclore es una de sus grandes sistematizaciones), pero la sociedad lo diferencia.

También es cierto que cuando el arte popular entra en el ámbito de lo establecido, desaparece esa tensión entre él y lo académico (está ocurriendo con el flamenco), y lo mismo ocurre en el proceso inverso.

El gran error con respecto al carácter y posición de la cultura popular, surgida del pueblo, es su identificación con la cultura de masas, creada en las industrias culturales de masas (extraña al pueblo y a menudo relacionada con los minoritarios sectores vanguardistas que pugnan por establecerse en todos los ámbitos de la cultura y la sociedad), tal y como lo hace el autor marxista Frederic Jameson:

nuestra época se caracteriza... por una especie de populismo estético... el desvanecimiento de la antigua frontera (esencialmente modernista) entre la llamada cultura de élite y la llamada cultura comercial o de masas, y la emergencia de obras de nuevo cuño, imbuidas de las formas, categorías y contenidos de esa industria de la cultura...”. (“El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado”)

Es la reedición de la vieja teoría marxista de la cultura como expresión de las clases altas, citada en la frase leninista “en la medida en que una cultura es proletaria no es cultura, en la medida en que es cultura no es proletaria”.

Si la base de la cultura es la generalidad y la comunicabilidad, la relación entre lo popular y lo establecido es su colectivismo e historicidad. Y precisamente por ello el enfrentamiento e incompatibilidad con las vanguardias es absoluta, ya que estas surgen de elaboraciones y contraposiciones teóricas y derivadas, que son de hecho, el verdadero anti-arte tanto académico como popular.

 

Cultura popular/vanguardias artísticas

Precisamente la estrategia de las vanguardias se basa en definir permanentemente lo “anticuado” como inferior o producto de masas, con lo que une académico y popular en un mismo frente, contrario a ellas por definición.

En un somero repaso a las vanguardias artísticas podemos apreciar como exageraron el radicalismo de la ruptura con los cánones y las culturas oficiales.

De hecho, durante esa época del inicio de las vanguardias, a mediados del siglo XIX, en toda Europa se forjaban vínculos directos y vivos con el pasado, de lo que son ejemplos las estaciones de ferrocarril, llenas de arcos, columnas y torres destinadas a cubrir los extraños cobertizos de hierro y acero, y que en absoluto representaban la era industrial.

Monumentos claramente rupturistas como la torre Effiel se construyeron en el marco de exposiciones universales, como expresión temporal del capitalismo manufacturero e industrial emergente.

Excepto una minoría radical, las vanguardias se distanciaron de la política, la sociedad y sus élites, que les rechazaban, creando el submundo autosuficiente del arte por el arte.

En pintura, una forma artística individual y por ello más representativa del movimiento moderno, los impresionistas sólo eran radicales por su oposición a los convencionalismos académicos fosilizados, debido a su posición favorable a las representaciones vigorosas de la vida moderna, en definitiva, por su realismo. Fueron además, los pintores del campesinado y de la pequeña burguesía, un arte que deseaba ser aceptado y perdurar.

Los artistas del Art Nouveau eran anti realistas y anti naturalistas por su posición en pro de la expresión de las emociones internas y el imperio de los sentidos, también ajenos al mundo de las fábricas y las masas, críticos con el mundo urbano.

Los cubistas se centraban en el mundo de las formas sin conexión social alguna, y los futuristas defendían la industria y el progreso, pero eran reaccionarios nacionalistas, anti-demócratas y belicistas.

Ambos declinaban cuando estallaba la I Guerra Mundial en 1914.

Las Secesiones alemana y austríaca pretendían ablandar más que destruir las imposiciones políticas en el arte académico, que tendrían en la década de 1910 una fuerte reacción ante la crítica y agitación políticas y las leves concesiones a lo nuevo.

De hecho, sólo los expresionistas eran un movimiento contracultural, pero no criticaron la estructura social y despreciaban a los obreros por su tradicionalismo. Además, como toda vanguardia estaban divididos, principalmente en místicos y políticos, y los primeros eran espiritualistas y asociales.

Por su parte la ópera, en sus máximos expositores (Wagner, Strauss...) compartía la visión funcional y grandielocuente de las clases dirigentes.

El poder de lo popular existe tanto desde la realidad de su exterioridad como de su capacidad integradora, alejadas del desasosiego y la esterilidad de las vanguardias, ya que estas viven en la contradicción entre su identidad rupturista y su deseo de integración, sin el cual no pueden ser arte.

Ahora bien, es cierto que elementos los cuales, en algún momento, han pertenecido a alguna vanguardia artística, pueden empaparse de lo popular y utilizarlo y ser utilizados por ello, entrando a formar parte de la cultura popular tanto como, posteriormente, de la establecida. Es un ejemplo de la utilización por los individuos de los medios culturales y qué es lo que expresan con ellos.

 

Cultura de masas/cultura popular

El impulso modernista de las vanguardias está hoy agotado, como otros aparatos ideológicos del siglo XX. Su aparente rebeldía individualista se ha comercializado en producto de consumo masivo (disfrazada de refinamiento, intelectualidad, sentido o radicalidad...) su verdadero objetivo. Es el reino de la cultura comercializada, en sus diferentes niveles sociales, cuyo máximo paradigma es la cultura norteamericana.

Ahora bien, esa cultura de masas comercializada ni es la cultura popular ni tiene el poder de dirigirla y controlar a sus integrantes. Es la teoría de la homogeneización, por la que los teóricos de la cultura de masas asumen que los medios de comunicación que expanden esa cultura masiva son uniformes y por ello pueden realizar su tarea de destruir la individualidad y convertir a los ciudadanos en hombres-masa. Una teoría que sustituye a la “ideología dominante” del marxismo del 68.

Sin embargo, en el campo de los medios escritos y audio-visuales, por no hablar de internet, existe una diversidad enorme. Cubren cada interés especial existente, además de las publicaciones generalistas. En lugar de una sociedad de masas encontramos un conglomerado de sub-culturas produciendo sus medios, sin apartarse de la cultura en general.

Y esto a pesar del aumento de los tipos de medios de comunicación (TV cable, satélite) y de copia y reproducción (video, DVD, impresoras, fotocopiadoras...).

Ni siquiera en los Estados Unidos han logrado convertir el magma cultural y étnico en una masa homogénea, aunque los elementos de cultura popular se hayan comercializado por la propia dinámica de su expansión y afianzamiento.

Hay numerosas evidencias de que el consumo de los medios de comunicación en todo el mundo provoca casi siempre resistencia, ironía y selectividad. La gente se apropia de la cultura de masas para su propio provecho a través de la utilización de sus medios y símbolos con la burla o el rechazo.

De 1.600 mensajes comerciales con los que el espectador se ve bombardeado, se fija en 80, y sólo 12 obtienen respuesta, habitualmente crítica o abiertamente negativa.

También podemos fijarnos en el caso de las dictaduras comunistas, con absoluto control social y discurso único, y que sin embargo no lograron adhesión activa alguna.

Del mismo modo, la extensión de los McDonalds no ha eliminado el gusto por la comida tradicional; convive con ella.

Simplemente el individuo accede, a través de la expansión de los medios de comunicación, a varias formas de cultura, pudiendo salirse de su medio cultural inmediato.

Los medios de comunicación reflejan los cambios sociales, prueban y aciertan o no, son también un mundo diverso.

Mayor peligro tienen las culturas sectoriales (sexuales, étnicas, nacionalistas) que en nombre del “derecho a la diferencia” reducen la referencia universal de la cultura popular, su legitimidad y su capacidad de integración. Son otro enemigo, extremadamente manipulador e inventor de sí mismo.

 

Religiosidad popular

No obstante su cohabitación, la interacción entre lo popular y lo académico cambia cuando lo establecido ve peligrar su misma esencia ante la utilización o interpretación netamente heterodoxa de sus símbolos o teorías, tal y como ocurre con la religiosidad popular, simbolizada especialmente en las celebraciones de la Semana Santa.

La exuberancia de las expresiones populares relacionadas con la religión en España no son, como se ha dicho interesadamente desde ámbitos elitistas y desde intereses políticos como los de los nacionalismos del norte, signos de fanatismo y fe ciega, sino prueba de la supremacía del rito frente a la creencia. Una exterioridad claramente contraria al institucionalismo del cristianismo.

Estas expresiones, situadas por las jerarquías eclesiásticas y sociales en la periferia o el exterior de lo oficial por irracionales, son una de las formas de la cultura popular más firmes y desarrolladas. Formas heterodoxas que remiten a los antiguos ritos paganos, a su voluptuosidad y su desbordamiento, alejadas de la experiencia individual promulgada por la modernidad institucionalizada: la sensualidad y la agonía, lo sublime y lo obsceno, el éxtasis y el castigo.

Expresiones alejadas de la metafísica y espiritualidad religiosas, y sobre todo de la ortodoxia, plagadas de historias extraordinarias y ritos alucinatorios, exasperados y gesticulantes, irreverentes e idólatras. En definitiva, corporeidad, ritualidad, festividad. Calificadas de superstición, magia, paganismo y profanidad, de baja religión o para-religión, fueron rápidamente aisladas por la ciencia, inmersa en un evolucionismo social ingenuo y monolítico que las desechaba por folclóricas.

En realidad estas ciencias humanas, especialmente la antropología, jamás han podido salir de su fracaso y desconcierto ante unas prácticas culturales que desafían los esquemas tradicionales de conocimiento y análisis científicos.

La religiosidad es la manera que tienen los estratos sociales más bajos de aproximarse a lo sagrado y misterioso como vivencia, fruto del propio dinamismo y particularidad del alma popular.

Esta alma popular conecta la experiencia religiosa con la divinidad de modo directo y sin mediaciones litúrgicas, en un proceso de a-racionalidad y vivencia que es histórico, que se hunde en las raíces del pueblo y la nación desde la época de los iberos.

Es, de hecho, la forma religiosa real, atávica y pagana, porque es la mayoritaria de la población, superponiéndose y articulándose con el dogma oficial a pesar de este.

Esta religiosidad popular destruye la división, falsa, entre religioso y profano, y demuestra que actividades como las corridas de toros tienen un carácter tan religioso como las misas o cualquier otro rito.

Costumbres y creencias populares alejadas del control de la jerarquía eclesiástica, que aún en el año 2002 ha manifestado su intención de reprimir dichas prácticas, como las procesiones de Semana Santa, surgidas con motivo de la Contrarreforma y adaptadas por el pueblo como vehículo de sus prácticas exuberantes, tomando de la teología oficial sólo el temario.

Esta represión ya fue ensayada de modo brutal, con éxito, por el protestantismo desde sus inicios, y comparándola con la de la Inquisición española deja a esta última en pañales.

De hecho, el cristianismo no pudo mantener, pese a sus pretensiones, un nivel teológico elevado como el del judaísmo, anterior a él, ya que estaba volcado en el enfrentamiento y conquista del poder político romano, proceso en el que se hizo adaptable y sincrético, tal y como lo describió Sigmund Freud, ocultando en su dogma formas y figuras del paganismo.

Y no pueden ser despreciadas, porque fuera de su expresión popular, la religión no existe, y para muestra las constantes intromisiones de las Iglesias en la vida política, en un vano intento de incidir en la vida cotidiana de la población.

La práctica de la religiosidad popular está tan alejada de la creencia en la teología religiosa como otras prácticas populares de sus correspondientes versiones oficiales (cultura popular/ cultura de masas, movimiento obrero/ izquierda), siendo muchas veces antagónica y hostil a ellas, no enfrentándose en el plano ideológico o teológico sino saliéndose de esos campos: es no-ideológica, no-creyente.

La religión dominante, como la “ideología dominante” del marxismo, no pasa de ser la ideología o la religión de los dominantes, realmente alejada del mundo de los dominados; los historiadores se han encargado de desvelar la falsedad del dominio religioso en las diversas eras (de la Edad Media a la preindustrial).

La misma actitud del pueblo en el espontáneo estallido de la Guerra de la Independencia en 1808 contra el “francés ateo” está más relacionada con la agresión a sus formas de vida y costumbres por la invasión militar napoleónica, a su independencia y conciencia unitaria nacional, que a una adhesión ideológica al reaccionarismo religioso o a la alternativa política liberal.

No es que España y los países latinos hayan dejado de ser cristianos en la actualidad, es que jamás lo fueron en su acepción ortodoxa y oficial.

Las explosiones y actitudes anticlericales, la crítica a la ideología y práctica religiosas oficiales y la persistencia de los cultos tradicionales son buena muestra. De hecho, la Iglesia ha tenido que soportar tanto la evidencia de su inexistencia como la ocupación de sus espacios físicos por la real religión popular, subsistiendo sólo a base de pervertir su mensaje y sus formas.

Esas formas son las que la cultura popular moldea, tal y como hace con las de la cultura de masas o como penetra en el mundo de la cultura de élite, apropiándoselas y generando nuevas formas y mensajes, signo de su vitalidad y fuerza.

Cultura popular es pues exterioridad con respecto a la cultura establecida, pero penetrando en ella constantemente, con altibajos y resistencias temporales. Es realidad viva y es potencialidad. Es vitalidad y es antidogma. Es, por último, antivanguardista porque no necesita definirse con respecto a lo establecido ni ser novedad rupturista para ingresar en la norma o redefinirla.

 

La cultura popular española

La historia pasada y presente de la cultura popular española es la de una cultura que ha logrado erigirse en identitaria por encima y contra todas las tendencias sucesivas de las élites políticas e intelectuales de las diversas épocas históricas, muy especialmente en las últimas etapas en las que sus formas actuales se formaron, tauromaquia, flamenco, zarzuela, siglos XVII-XIX.

La historia de la tauromaquia española también ha sido una sucesión de normas, disposiciones, reglamentaciones, pragmáticas y bulas dirigidas a conducir, encerrar e impedir la Fiesta. 

Tanto la Iglesia como las diversas fuerzas modernas que han ocupado el Estado (liberales, conservadores, progresistas o fascistas) han considerado la Fiesta Nacional como una peligrosa demostración de la autonomía popular y del vigor de su cultura.

Ya en 1567, el Papa Pío V publica la bula Salute Gregis por la cual condenó la lidia del toro, penada con "excomunión latae sententiae", incluidos quienes las permitieran. La bula pontificia produjo una auténtica sublevación, apoyada por la Universidad de Salamanca. Años después el Papa Sixto V pronuncia un nuevo anatema ante la general desobediencia. Ante el clima de desobediencia, unido a las presiones de la Corona, Clemente VII, ya a finales del mismo siglo, decide levantar el anatema. 

En el siglo XVIII Carlos IV intentó prohibirlos en 1785 y 1805, aunque nada pudo frente al arraigo entre el pueblo, la nobleza y la propia Corte. En esa época aumentaron el número de días dedicados a corridas y el de toros en ellas, interrumpiéndose las actividades públicas y privadas.

Si la Fiesta en otros países (Francia, Portugal) no concluye con la muerte de las reses es porque disposiciones legislativas concretas lo impiden. Periódicamente son varios los pueblos portugueses que reivindican el derecho a matar al toro y repartir su carne entre los vecinos, pero se les niega sistemáticamente con la intervención de la fuerza pública armada, aunque todos los grandes toreros portugueses han desobedecido alguna vez la ley matando un toro en la plaza.

La Iglesia sospechaba que la Fiesta disimulaba la supervivencia de cultos paganos y que la religiosidad popular representaba unos postulados de sensualidad y exuberancia contrarios al dogma y la moral oficiales.

En efecto, el Tercer Concilio Limense americano de 1582 prohibió la participación de los indios en las fiestas de toros debido a las numerosas muertes: se consideraba que el desprecio tan grande de sus vidas que demostraban era una prolongación de sus antiguos sacrificios humanos, burlando todo el esfuerzo de evangelización religiosa.

En España fue el propio sacrificio del toro el que producía inquietud religiosa; las villas y ciudades celebraban corridas votivas y ofreciendo la muerte de los toros se pretendía ganar la protección de santos, vírgenes y cristos. Son múltiples las disposiciones de los organismos locales destinadas a erradicar la costumbre de correr toros por las calles de la ciudad; y de la misma manera fueron circunstancias políticas las que permitieron, por el contrario, que el encierro de Pamplona fuera tolerado.

Así, ante la censura, la tauromaquia portuguesa se ha visto forzada a disfrazarse para sobrevivir. La muerte de los toros en Portugal se produce de forma sublimada: cuando los forcados se lanzan sobre el toro y lo inmovilizan, están simbólicamente matándolo.

El fin es el mismo: la destrucción de la víctima para lograr la exaltación de la comunidad. La oposición política a la Fiesta es una oposición a la comunidad popular, un crimen contra ella y una traición efectuada bajo bases ideológicas opuestas a la tradición y la línea de evolución del pueblo y la nación españoles. Las excusas ideológicas, ecologistas, pacifistas o progresistas son sólo eso: excusas.

Por otra parte, la muerte del toro no procede de una herencia señorial del rejoneo a caballo, propio de la nobleza. La muerte del toro era inflingida por el proletariado del matadero y esa práctica fue expuesta públicamente en el edificio mismo donde trabajaban, mientras su destreza era celebrada con el aplauso creciente de los espectadores.

Promovida posteriormente a espectáculo por personajes destacados de la sociedad, se convertía en un acontecimiento tan tumultuoso que desbordaba la capacidad del patio del matadero e, invadiendo sus tejados, los hundía.

A su vez, estas prácticas provenían de los pueblos y zonas rurales de los que procedía ese nuevo proletariado urbano, que reproduce la ceremonia de la transformación de un animal en alimento a través de su muerte en donde puede en el nuevo espacio urbano, a costa muchas veces de sufrir represión de las clases privilegiadas y del poder.

También, sin duda alguna, esas prácticas tienen un origen ancestral sacrificial; festín y exceso, fiesta y comunión. Cada parte del arte de la lidia tiene un origen ritual antropológico y otro práctico (muerte y transformación en alimento del animal, consumo colectivo a través del sacrificio, heridas sacrificiales representadas como adornos y señales...).

El significado del sacrificio de la Fiesta de toros no era pues solamente simbólica, tenía el fin último de proveer de carne a la comunidad, de ahí el carácter de fiesta del sacrificio. Al ser un acto del que se beneficiaba la comunidad debía esta de participar en él como tal, y además de ese modo quedaba eliminada la responsabilidad individual del matador.

La denominación de los toros como astados proviene de astartos/astarios, relacionados con la diosa Astarté, la luna, el más antiguo culto religioso junto al del sol, y su fin ya era el sacrificio ritual individualizado que exoneraba a la comunidad que participaba de los bienes que proporcionaba, el alimento.

Ciertamente que en la actitud del torero hay numerosos elementos del deber, que incluye el desprecio a la propia vida, o del honor, pero no cabe duda que la figura del torero es la de un hombre del pueblo enfrentado a las clases privilegiadas por la defensa de su forma de vida y cultura. Y su estética y especialización, que surgió posteriormente, lo define de un modo claro.

Aunque existen los antecedentes de la época de la Hispania romana, de los que quedan las plazas de toros, estructuradas como coliseos, el toreo actual se gesta a finales del siglo XVII y principios del XVIII, evolucionando desde varias escuelas, entre las que destacaron la sevillana y la navarra. Es en 1701, durante el viaje que realiza Felipe V para tomar posesión del trono, que se celebra en su honor en Bayona una corrida de toros en la que se ven los lances de capa del célebre “Licenciado de Falces”, origen del actual toreo de capote.

Y es en la primera mitad del siglo XVIII cuando aparecen los tres grandes padres de la tauromaquia: Joaquín Rodríguez “Costillares”, Sevilla; José Delgado Guerra “Pepe-Hillo”, Sevilla; Pedro Romero, Ronda. 

Desde entonces, este ritual del arte y la muerte forma parte de la cultura universal y es una de las bases de la cultura nacional y popular y principio vital de nuestra identidad, siendo su aportación a otras manifestaciones culturales como la literatura, la pintura, la escultura, la música, el cine... como parte central de ellas o inspiración de los artistas.

En cuanto al arte flamenco, su historia comienza a finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque podemos considerar como referencias históricas lejanas los cantos iberos citados en los escritos latinos de Estrabón, y el cántico gaditano, glosado por Estacio, Marcial, Plinio y Juvenal, en la época de la colonización fenicia y griega.

El mismo tipo de antecedente serían los cánticos paganos hispanos, considerados los más antiguos de Europa, y contemporáneos de los pertenecientes a las grandes religiones de Oriente Medio, y que tuvo su continuación en la variedad litúrgica hispana anterior a la implantación del rito romano en el cristianismo en el siglo VIII.

Nace el flamenco actual en la zona de la bahía de Cádiz (Cádiz, Jerez), hacia 1780, surgiendo de allí el 80 % de las formas. Las coplas flamencas provienen de finales del siglo XVII, con una escasa dotación técnica (cuarteta octosílaba, seguidilla y sus variantes), pero altamente expresivas, siempre trágicas y de carácter gallardo, autovalorativo. Ya están entonces presentes las formas antiguas: seguiriya, soleá, caña, polo, serrana, saeta, corrida, toná (de las primeras y de origen castellano).

Por ser un medio marginal y oral, las testimonios escritos tanto contemporáneos como posteriores son escasos o poco fiables (especialmente los románticos: Estébanez Calderón, Alarcón...).

Hay que destacar que las letras, música y danzas son compartidas por todas las zonas peninsulares, del norte y del sur, superponiéndose unas a otras en forma de bailes populares, lascivos y procaces, sensuales y provocativos, acompañados de romances, coplas y seguidillas, de textos picantes, y que se infiltraron desde las clases bajas hasta las altas, escandalizadas sólo en las apariencias.

Porque en el flamenco se da una comunicación en ambos sentidos de las clases sociales: a la progresiva plebeyización de las clases altas y los intelectuales, incluso en el habla, la acompaña una sustitución del habla coloquial por la del español medio, especialmente visible en el flamenco, pero presente también en el resto de las composiciones artísticas, aunque la popularización del género es más tardía que otros, en el siglo XIX.

Fue el trasvase de población del norte al sur por la trashumancia, la urbanización y los trabajos agrícolas y mineros temporeros los que llevaron gran cantidad de influencias del norte e hispanoamericanas, de ida y vuelta. No es casualidad el carácter de puerto comercial con América de Cádiz.

El prototipo de estas danzas sería la zarabanda; pero hemos de ser muy conscientes, frente a todo tipo de mixtificaciones, que los bailes españoles antiguos que aún subsisten (seguidilla, bolero, jota), con variantes en toda España, no se remontan más allá de finales del siglo XVI en sus formas más puras.

Además, las influencias e intercambios externos son numerosos, como los actuales; en Andalucía encontramos desde canciones renacentistas hasta influencias hispanoamericanas (colombianas, guajiras...), pasando por las europeas (polcas, mazurcas...) a los tradicionales romances y coplas españolas.

De modo que en el origen del flamenco nos encontramos con una influencia de la música tradicional española en general, algunas de cuyas formas han desaparecido, otras no (especialmente seguidillas –no seguiriyas gitanas- y también soleares, tientos, fandangos, boleros, tiranas..., y unos claros orígenes populares, con especial arraigo en la marginalidad, de donde procede la inserción en él de los gitanos, con la característica del abandono de otros instrumentos (de viento y percusión) traídos de Castilla, y el predominio de la guitarra, que puede expresar como ningún otro el sentimiento.

Un sentimiento que se manifiesta de un modo fundamentalmente individual, mientras que el baile popular se basa en el juego y la provocación entre la pareja: sevillanas, fandangos, malagueñas, verdiales...

Nada hay en la estructura de estos bailes que se asemeje al arte musulmán o judío (ni en la arquitectura), como algunos han dicho alegremente. Como muchos elementos culturales o cotidianos, gentes que repoblaron el sur desde el norte durante y después de la Reconquista, trajeron sus costumbres y gustos y los adjuntaron al nuevo medio, como siempre ocurre.

Esto no excusa reconocer la aportación musulmana a los diversos aspectos de nuestra cultura, unas veces propios de ellos, otras difundidos desde Oriente Medio o Grecia, y otros transformados. Así, en los Cancioneros medievales (de Baena, de Palacio, Cántigas de Nuestra Señora...) se dan ejemplos de zéjel y sus derivados, asociados a oraciones populares o rimas infantiles.

El flamenco, por su espontaneidad y expresividad, es el campo favorito de manipuladores que desean llevarlo a su campo ideológico a través de la apropiación de los orígenes. Autores como Ribera, Molina, Mercado, Guettat o Mandly han teorizado sobre el origen árabe o gitano, incluso judío, sin ninguna prueba sólida, simples fantasías psicologistas (al estilo Américo Castro, propias del siglo XIX) o claras incorrecciones, movidos por el mito del culto y rico Al-Andalus que jamás existió enfrentado a un norte cristiano bárbaro e incivilizado, ya que el sur peninsular pertenecía a la periferia musulmana, y en todos los grandes centros árabes florecieron escuelas musicales de mucho mayor peso.

Los escasos mudéjares granadinos presentaban, en la época del nacimiento del flamenco, una elevada aculturación y dispersión, y no estaban arraigados en la zona gaditana. Sus cantos moriscos sobrevivieron, muy alterados, en el norte africano.

Se caracterizaron, como el resto de la canción árabe, por acompañarse de instrumentos que sólo marcan ritmo y armonía con pulsación de plectro, con notas cortadas (pizzicato), muy distinta de la ejecutada con instrumentos que forjan melodías en conjunto con la voz; su métrica era casi siempre consonante, a diferencia de la asonante nuestra.

En resumen, una vez más, homogeneización y nacionalización de nuestra cultura, en la era moderna. Producto de este proceso surgen, hacia 1870 y hasta 1920, los cafés-cantante, la especialización y la teorización del género. Un proceso que algunos consideran nefasto para el flamenco, un medio muy purista. Otros, sin embargo, consideran que la etapa de 1869-1929 es la de oro, en los que dominan el cante y la guitarra y el género se expande y define. Es también la época del auge del pasodoble y la rumba.

La de los años 50 es la del arrebato del zapateado, incluso en la mujer, en detrimento de la concentración que hasta entonces era preponderante. En los 60 se da la revalorización y protección del género, en un proceso hoy consolidado.

Es de destacar la labor de dignificación que realizaron figuras como nuestro genial músico Manuel de Falla o Paco de Lucía, verdadero pionero de la reforma.

Y también, a finales de la década y en la de los 70, de la aparición del nuevo flamenco, que iba a desvirtuar la idea forjada en la etapa anterior, especialmente por los teóricos, del tradicionalismo a ultranza del flamenco, estrechamente vinculada a la teoría falsa del origen gitano, cuando que en realidad toda su historia es la de una adaptación y renovación constantes sin dejar de ser él mismo, sin perder sus raíces, como una recreación permanente de la historia de nuestra nación.

Porque si ese proceso tradicionalista ha calado en cierto sector flamenco y ha llevado a identificar a todo el género durante una época, es debido precisamente a su indudable carácter popular y a su extensión y conexión con todas las clases sociales.

 

Hasta que el pueblo las canta
las coplas, coplas son;
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los escribe nadie.
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas,
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad
.

Cualquiera canta un cantarManuel Machado

 

La zarzuela, el género musical español por excelencia, nace en el siglo XVII en el pabellón de caza del Palacio de la Zarzuela, llamado así por ser un lugar poblado de zarzas y espinos. Fue el rey Felipe IV el que comenzó a utilizar el pabellón como lugar de encuentro de cómicos.

Se representaban obras de carácter privado que reflejaban el gusto de la Corte por lo popular, en las que se retrataban muchos aspectos de la vida española: personajes, fiestas, costumbres... En ellas se alternaba el canto con pasajes hablados. Las primeras zarzuelas fueron entonces experimentales, mezcla de teatro, concierto, tonadilla y sainete.

Se introduce el lenguaje popular y sobre todo se abandona el modelo clásico de opera italiana y se incorporan seguidillas y otra música folclórica española.

Este carácter nacional ha hecho que la zarzuela no haya obtenido el reconocimiento internacional que merece, si bien hoy esta situación se está remediando.

Sus antecedentes están en los autos sacramentales combinados con la influencia de la ópera italiana. Sus primeros cultivadores fueron Félix Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca, creadores del moderno teatro europeo. La primera zarzuela sería entonces “El Golfo de las Sirenas”, de Calderón, estrenada en 1657, basada en dos episodios de “La Odisea” de Homero. Solían ser de inspiración clásica y mitológica.

A principios del siglo XVIII decayó con la llegada de la dinastía borbónica por la preferencia de esta hacia la ópera italiana y el desconocimiento del idioma español. Con Carlos III vuelve la zarzuela por sus fueros, siendo Ramón de la Cruz el primer autor que abandona el tema mitológico para tratar el costumbrismo madrileño, acompañado por el compositor Antonio Rodríguez de Hita, a mediados del siglo.

Es entonces cuando se empiezan a representar en teatros distintos a los de la Corte. Ya en 1745 se inaugura en Madrid el Teatro del Príncipe, antiguo Corral de la Pacheca, que junto al Teatro de la Cruz son los que promueven la zarzuela como genero popular y castizo.

El auge de la tonadilla escénica y el apogeo de la ópera italiana está relacionado con el reinado de Carlos III, que impuso como moda el cantar tonadillas en las comedias. 

La tonadilla se diferencia del sainete en que la primera es cantada y el segundo es hablada, aunque son idénticas. Su argumento es simple, predomina el personaje y no hay mucha acción, que es expuesta por el personaje. La finalidad del texto es divertir al público y a la vez la crítica social y la moraleja. La estructura musical está íntimamente relacionada con el texto.

La zarzuela resurgió en el siglo XIX cuando los autores españoles, buscando las raíces de la música nacional para crear una ópera española, la retomaron. Fue una edad de oro para la música. La Sociedad Artística, formada por Olona, Gaztambide, Barbieri y Salas, la difundió.

La influencia italiana es apenas una anécdota y pronto la zarzuela refleja el folclore popular que le caracteriza.

El desarrollo de la zarzuela hizo que el modelo original se denominara “género chico”, de un único acto e intenciones cómicas. Entre sus principales representantes se destacaron Francisco Barbieri con “Pan y toros” (1864), Tomás Bretón, “La verbena de la Paloma” (1894), Ruperto Chapí, compositor de “El tambor de granaderos” (1894) y Federico Chueca, “La Gran Vía” (1886). 

El surgimiento del “género chico” se sitúa en 1867, en el pequeño teatro llamado “El Recreo” en Madrid, promovido por empresarios y actores que interpretaban varias obras diarias, necesariamente cortas, menos de una hora, pero más baratas y de corte cómico, costumbrista, de música fácil y folclórica: chotis, valses, polcas, jotas, boleros, seguidillas, soleás, fandangos... Su desarrollo se dio sobre todo en Madrid, donde se crearon cuatro nuevos teatros.

Cultivadores con preferencia del “género grande”, la nueva zarzuela, de tema dramático elaborado en cuatro actos, fueron Amadeo Vives, con “Bohemio” (1903) y “Doña Francisquita” (1923), y Jacinto Guerrero con “Los gavilanes” (1924).

El siglo XX supone un desarrollo y expansión de la zarzuela. El “género grande” adopto los patrones del “género chico”, el cual decae. Y llega a todos los lugares de ámbito hispano (América) como signo de identidad nacional y cultural hispana a través de la radio, el disco y el cine:

"Sturman traces the zarzuela's colorful history from its seventeenth-century origins as a Spanish court entertainment to its adaptation in Spain's colonial outposts in the New World. She examines Cuba's pivotal role in transmitting the zarzuela to Latin America and the Caribbean and draws distinctions among the ways in which various Spanish-speaking communities have reformulated zarzuela, combining elements of the Spanish model with local characters, music, dances, and political perspectives.

Sturman also demonstrates how the zarzuela plays a role in defining American urban ethnicity. She offers a glimpse into two longstanding theaters in New York, Repertorio Español and the Thalia Spanish Theatre, that have fostered the tradition of zarzuela.

Just as the zarzuela afforded an opportunity in the past for Spaniards to assert their individuality in the face of domination by Italian and central European musical standards, it continues to stand for a distinctive Hispanic legacy. Zarzuela provides a major advance in recognizing the enduring cultural and social significance of this resilient and adaptable genre."

(JANET L. STURMAN is an assistant professor of music at the University of Arizona).

Hoy ha superado la competencia del cine y la TV expandiéndose, modernizándose y exportándose fuera de nuestras fronteras sin perder la marca popular que le define y su carácter de reflejo de pasiones a través de la música y de las costumbres y la vida a través del argumento.

De la historia y las formas de la cultura popular española se desprenden una serie de puntos comunes que reflejan una constante en el carácter de nuestro pueblo: somos blasfemos, sensuales y rebeldes.

La conexión primigenia de nuestro pueblo con la ancestral religión solar ibera y la adhesión al rito rechaza el respeto al dogma y lo denuesta públicamente: la frecuencia y la gama de las blasfemias lo demuestra; sólo en el registro del tribunal de la Inquisición de Toledo, incompleto además, constan 643 procesos por blasfemia durante el siglo XVI.

En cuanto al “horror hacia el cuerpo” supuestamente propio de los países católicos mediterráneos es una absoluta falsedad mitificada. Es una concepción nórdica, del puritanismo y del jansenismo, que no llegó a nosotros hasta mediados del siglo XIX. La sociedad de los siglos XVII y XVIII vivía en permanente adulterio, aunque la institución del matrimonio era sólida y respetada. El viajero Antoine de Brunel escribió en 1655: “No hay quien no tenga su querida o no se haya enredado en un amorío con alguna puta”.

La Inquisición de hecho, no perseguía estos hechos (concubinato, adulterio) más que si se negaba su carácter pecaminoso. En general se consideraba que el pago a las prostitutas eliminaba el pecado de la relación sexual, o que no era tal si no se efectuaba más de siete veces. El propio clero participaba en este desenfreno, siendo el establecimiento del celibato creado para eliminar la licenciosa conducta del clero medieval peor remedio que la enfermedad. 

Y la característica de la espontaneidad rebelde ha quedado demostrada como básica a lo largo de toda nuestra Historia, desde los romanos hasta el 2 de mayo de 1808.

La cultura popular española ha demostrado históricamente ser perdurable y preponderante, y la base de nuestra identidad. Hoy goza de excelente salud y sigue generando símbolos y elementos colectivos arraigados e históricos que nos representan y sirven de armas contra el cáncer interno de los nacionalismos disgregadores y el externo de la cultura de masas comercializada de cuño USA. Por 3.000 años más