Bartolomé de las Casas
Bartolomé
de las Casas nació en Sevilla en 1472 o 1474, hijo de un mercader de
Tarifa. Su familia era de origen francés (Casaus), y se ha dicho que
noble y de linaje de conversos.
Estudió latín y humanidades en Salamanca y partió hacia
América en la expedición de Nicolás de Ovando, en 1502.
Ya su padre había viajado en la segunda expedición de Colón.
En La Española, donde llega el 15 de abril, consigue un buen repartimiento,
una encomienda de indios.
En 1510 es ordenado sacerdote, el primero en América, pero las
quejas de los frailes dominicos contra la institución laboral de la encomienda
no le conmueven, ya que la defiende. Se traslada a Cuba junto a Pánfilo
de Narváez y Diego Velázquez, donde recibe otro repartimiento
en las minas de oro.
Como capellán castrense participa en la represalia de Caonao, en 1513.
Se dice que es esta matanza la que provocó su crisis.
De repente, en 1514 renuncia a las encomiendas y se vuelve contra ellas. Consideraba
que los españoles sólo debían ir a América a convertir
a los indios, y que sólo había que utilizar de esclavos
a los negros. A los musulmanes guerra sin cuartel.
Se dirigirá al rey Fernando, y a su muerte al cardenal Cisneros, quien
le nombrará “protector de indios”
en 1516. Insistirá con el emperador Carlos I al año siguiente.
En Cumaná (Venezuela), territorio concedido por
Carlos I, intentará una colonización con labradores, pero fracasa
al abandonarle casi todos y al rebelarse los indios y hacer una masacre con
los españoles. Ingresará en la orden dominica en 1522,
en Santo Domingo, estudiando por seis años y persistiendo en sus teorías,
se enfrentó a numerosos teólogos (Francisco de Vitoria, Juan de
Ginés Sepúlveda), e insistió en acudir al Consejo de Indias,
lo que lograría en 1542.
Este mismo Consejo le encargaría en 1548 un informe (“Tratado
sobre los indios que han sido hechos esclavos”).
Fue nombrado prior en Puerto Plata, pero su insistencia y extremismo hicieron
que se le prohibiera predicar por dos años, debido a las protestas contra
él.
El abandono de su actitud por parte de un indio guerrillero, Enriquillo, le
convencieron de su razón y escribió el tratado “El
único modo de atraer a todas la gentes a la verdadera fe”.
En 1531, ya publicadas las leyes contra la esclavitud de los indios, escribe
su memorial para el Consejo de Indias. Dos años después apenas
quedarían indios esclavos (con todo, los indios sólo podían
haber sido hechos esclavos por antropofagia o guerra).
En 1535 viaja a Perú, a Nicaragua y al año siguiente a Guatemala,
teniendo éxito en las conversiones. En 1539-1540 vuelve a España
para presionar a la Corona y volver con más misioneros (lograría
50), colaborando en la redacción de las Leyes Nuevas de Indias, con las
que, a pesar de todo, no estuvo de acuerdo.
Escribió
también entonces su conocida “Brevísima
relación de la destrucción de Indias”, origen de
la Leyenda Negra antiespañola, que aún perdura. Publicada ilegalmente
en 1552, en ella se narran de modo exagerado y falsario todo tipo de
abusos y crímenes contra los indios. Su intención era
parar la conquista.
En 1543 fue nombrado obispo de Cuzco, lo que rechazó, pero se le presionó
para que aceptara el de Chiapas, en México. Allí escribió
un “Confesionario” donde exigía
la liberación de los indios por parte de aquellos que debían recibir
la confesión o absolución, incluso en “artículo mortis”.
Esta medida provocó disturbios y tuvo que trasladarse a Veracruz a los
seis meses, donde fue desautorizado posteriormente por una junta de prelados.
Este rechazo motivó su regreso a España en 1547, al convento de
San Gregorio de Valladolid. Allí se dieron las importantes discusiones
sobre el tema indígena donde sus tesis fueron derrotadas por las de Sepúlveda.
A pesar de ello continúa escribiendo cartas y memoriales fanáticamente,
cobrando una pensión de 350.000 maravedíes de la Corona española.
Muere en el convento de Atocha el 17 de marzo de 1564 o 1566, a los 82 años
de edad.
Otras obras suyas fueron “Apologética Historia
Sumaria” e “Historia General de las
Indias”.
Sus obra acusatoria no sólo se percibe
exagerada (cuenta el triple de indios muertos de los que había vivos)
sino que además sus datos son inexistentes y carecen de testimonios directos.
Así, habla de “los 30.000 ríos de la vega de Matguá”
y de “los pueblos de Jalisco, de siete leguas de ancho”.
El
maniqueísmo constante y persistente entre la bondad del indio y la maldad
española es precedente de la utilizada en el fanatismo político
del siglo XX. Es producto de su desconocimiento del indio en libertad, distinta
de los indios que él conocía. De ahí su fracaso en Cumaná.
Su actitud viene de su carácter básicamente
testarudo y arrogante. Este le llevó a defender la antropofagia india,
castigada con la esclavitud o la muerte por los españoles:
“Si un pagano considera a su dios como
verdadero, es natural que le ofrezca lo que más tiene de valor, es decir,
la vida de los hombres…El legislador puede y debe obligar a algunos del
pueblo a que sean inmolados para ser ofrecidos en sacrificio, los cuales al
sufrir tal inmolación se supone que la quieren y desean con acto lícito”.
Otro rasgo de su carácter es su querencia por la polémica, que
en su época le llevaría a ser considerado
un arbitrista utópico y un fanático, pese a lo cual fue escuchado
por la Corona frecuentemente. Pasó la mayor parte de su vida en
conventos sin predicar, o viajando sin parar.
Era también un ególatra, la palabra “yo” aparece frecuentemente
en sus escritos a pesar de no ser él el protagonista de ellos (ni ningún
otro, ya que la carencia de datos precisos y nombres es la tónica general
en ellos). Tenía un concepto tanto místico como jurídico-teológico
de su misión, lo que se refleja en su escritura, ampulosa y pedante.
Dice Menéndez Pelayo que “escribía
tan mal o peor que Oviedo, sin el desenfado soldadesco y bizarro de este, y
al contrario, con todo el aparato de una erudición pedantesca, unida
al mayor desaliño, a la prolijidad más fastidiosa y a un latinismo
revesado que recuerda el de los malos prosistas del siglo XV, en el que él
se educó, y de cuyos resabios, acrecentados por el mal gusto de la palestra
escolástica, no llegó a desprenderse nunca”.
Su estilo narrativo es el “exemplum”
medieval, enfocado como texto popular y divulgativo. Es similar al sermón
parroquial y su moraleja es el castigo divino. Su vocabulario es reduccionista
y reiterativo para cumplir estos fines. En sus relatos se percibe cierta
morbosidad reflejada en el deseo de inventar y regodearse en hechos que ni presenció
ni proporciona datos concretos.
Su
defensa de los indios no le impidió hacer trabajar duramente a los muchos
(más de 30) que tuvo a su servicio, ni poseer esclavos negros.
Pero algún motivo más sólido debió de tener. Su
obsesión con respecto a América fue la predicación. De
las Casas participó del empeño de cierto sector de la Iglesia
destinado a reservarse el nuevo territorio como lugar de evangelización
de la población, cuya forma más acabada serían las misiones
jesuíticas.
De ahí su afirmación de que los españoles atentan contra
la iglesia y compara la colonización al ataque turco.
Era de hecho un paranóico, de ideas fijas
y rígidas, colérico e intolerante, que no vaciló en insultar
a quien no opinaba como él. En cualquier otro país hubiera sido
colgado por traidor o por loco. Representa el antecedente más ejemplar
del intelectual partidista del siglo XX.
Finalmente, la realidad es que en las zonas del centro y sur de América
menos tocadas por la emigración europea del siglo XIX, el 90 % de la
población es mestiza, en los EEUU quedan sólo 1,5 millones de
indios, muchos de ellos mestizos.
La cultura de la América hispana es, por otra parte, mestiza
y totalmente nueva y original, a diferencia de la WASP del Norte. Ello
es debido a que los protestantes anglo-sajones provienen de una cultura religiosa
extraída del Antiguo Testamento, caracterizada por su creencia en ser
un “pueblo elegido” y único, en el que basaron su racismo
los “padres peregrinos” y los actuales
racistas religiosos estadounidenses.
A esto se le añade la cómoda teoría protestante de la predestinación,
que condena de antemano a la inferioridad al indio, al negro, al diferente,
por elección divina. Esto se da en todos los territorios de colonización
protestante.
De ahí que la América española jamás fuera
un imperio, ni su rey un emperador, y sí lo fuera el británico.
El indio desaparecía por efecto de las
epidemias que traían los europeos (del mismo modo que estos morían
por enfermedades tropicales ante las que no poseían defensas naturales),
el mestizaje y vicios como la sodomía y el alcoholismo, muy arraigados
y que la Corona y los virreyes intentaron atajar.
La obligatoriedad del trabajo vino dada por la necesidad de desarrollar el territorio,
y los castigos y derechos fueron exactamente los mismos que los aplicados a
los españoles, los que marcaron la ley.
Hubo abusos, sin duda, pero no legales. Los mayores
fueron los de los padres de los criollos que continuaron explotando al indio
y después reclamaron independencia.
Las propias instituciones mexicanas han reconocido que la época de la
gobernación española fue la de mayores seguridades y justicia
para el indio.
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