Esta reflexión nos muestra que lejos de responder a auténticos antagonismos de clase (la explicación clásica en elmarxismo) y a grandes movimientos de masas, la realidad es que las revoluciones se basan en la acción de minorías políticas que crean las condiciones que permiten las movilizaciones, en un proceso complejo y hasta cierto punto aleatorio, cuya explicación ha quedado oscurecida o mistificada por las ideologías.
Puede afirmarse que las revoluciones son obras de minorías activas y de los medios. La consideración de los últimos movimientos, supuestamente revolucionarios y pretendidamente "de masas" lo confirman.
Los análisis históricos de las grandes movilizaciones, y especialmente de las grandes convulsiones llamadas "revoluciones" por la historiografía marxista y clásica, reducían el antagonismo social a la lucha por el control de los medios de producción. Medios, cuyo desarrollo y autonomía impiden hoy su “expropiación” por un solo sector social: “... los medios de producción y una parte importante de la producción misma no se prestan a una apropiación colectiva real y concreta...” AndréGorz, “Adiós al proletariado”) .
Pero no es sólo este rancio “ materialismo histórico” de corte “progre” lo que se ha agotado, sino la definición de la historia social como “ historia de la gente sin política”, una infravaloración y dependencia de esa historia social. En efecto, las “macroidentidades sociales” predefinidas, las clases e incluso los segmentos sociales, el análisis de tipo estructural (crisis de desarrollo) y, en general social, pierden terreno frente a la formación de los imaginarios y a los intereses de las diversas élites (en el sentido de minorías) políticas.
Ya sea consecuencia del entrelazamiento de causas diversas o, por el contrario, “ una revolución que se alimenta de las circunstancias”, ese hecho político radical e irreversible que es la “revolución” (concepto moderno del siglo XIX), es el lago donde nadan grupos y élites que definen su propia identidad mediante discursos y simbologías diversas, en un proceso mucho más complejo y plural que el de los “orígenes intelectuales” que preparan los acontecimientos.
Las “masas”, como los grupos y las élites, se adhieren a estas representaciones y símbolos para obtener una expresión propia. Por eso hay imaginarios que perduran incluso después del fin de sus regímenes e ideologías (jacobinismo, progresismo...).
No existe ninguna “autonomía de las masas” ni ninguna " iniciativa popular". Más bien es una lucha de mercenariado, persiguiendo intereses o fidelidades (de ahí la importancia del liderazgo, muy evidente en la revolución rusa: en el pope Gapon, Lenin o Martos, y de la propaganda).
No obstante, no se trata de una simple manipulación, puesto que la revolución o la revuelta no descubre posiciones previas sino que las crea al modificar los límites de la política, su función y las identidades y lenguajes de los grupos. Este hecho fue el que creó el espejismo de la “revolución” estudiantil en Mayo del 68, e hizo que el régimen bolchevique asumiera su falsa definición de “soviético” (“consejista”, asambleario), aunque fuera lo contrario.
Las masas, por otra parte, no tienen “objetivos revolucionarios” sino que actúan movidas por el temor a los cambios que modifican sus precarias condiciones y alteran su estabilidad. Desean restaurar viejas seguridades, son “conservadoras” y muchas veces “reaccionarias”, incluso cuando apoyan los cambios.
Son los grupos intelectuales ( y la prensa, muy importante en las revoluciones ) y sus redes, sin contacto con las del poder, y los grupos activistas, los que generan opiniones, muchísimo más potentes que las “ideologías”. Lo que ocurre es que, “a toro pasado”, una vez han ocurrido los acontecimientos, es mucho más fácil establecer pautas y análisis “universales” que los expliquen con aparente coherencia. El ser humano se caracteriza por necesitar explicaciones omnicomprensivas que le proporcionen respuestas sencillas a problemas complejos, que le doten de seguridad. Ese papel lo cumplían antes las religiones y los mitos, hoy lo hacen las ideologías.
Robespierre afirmaba que el régimen revolucionario no se basaba en las ideas de los filósofos de la Ilustración. Y ciertamente, fueron los intelectuales jacobinos los que forjaron el rumbo sangriento de la revolución francesa, modelo para las siguientes, y no Voltaire o Rousseau. Robespierre se lo aclaró a los girondinos en la publicitada sesión de la Convención del 10 de mayo de 1793, en la que arremetió contra la democracia liberal británica, es decir contra la posibilidad de una monarquía ilustrada inspirada por los filósofos y contra su “parodia de la libertad”. La crisis política de la Ilustración completaba su círculo.
Y un siglo después: “Para el joven Marx, no era la existencia de un proletariado revolucionario lo que justificaba su teoría. Es, por el contrario, su teoría lo que permitía predecir la aparición del proletariado revolucionario, y establecía su necesidad”. (André Gorz, “Adiós al proletariado”).
La Historia es una cronología de hechos y sus protagonistas unos pocos. Cualquier otra idea es utopía. Para llevar a cabo cualquier acción política radical (es decir, contra el régimen realmente existente, no el teorizado o definido según los propios prejuicios) se deben tener muy presentes estas afirmaciones, de lo contrario se trabaja para nada o el resultado es equívoco, como el de todas “ideológicas”.
Ejemplar es el caso del mayor grupo armado no-nacionalista de la Europa moderna: las “Brigadas Rojas” italianas, surgidas en las fábricas y universidades de un movimiento obrero, más bien obrerista, muy activo, en el norte de Italia. Muy alejadas de movimientos nacionalistas armados (ETA, IRA, OLP...), de grupos aislados surgidos en la estela de Mayo-68 y su crítica social elitista “contracultural” (RAF alemana) o de los surgidos del enfrentamiento radical entre grupos extremistas (MHP, Dev-Sol turcos).
Las primeras acciones de las BR son contra "fascistas" y jefes de sección de las grandes fábricas. Nunca abandonarán el frente de las fábricas, pero se dan cuenta de lo limitado del “sindicalismo armado” y teorizan el ataque al “corazón del Estado ”, el ámbito político que permite y protege la reorganización del aparato productivo.
El secuestro y asesinato del presidente Aldo Moro supone el grado máximo de ataque de la guerrilla, pero el Estado no negocia y declara la guerra, para la que las BR no han nacido ni están preparadas: “... la propaganda armada pierde su perno: si no abres una vía en el frente adverso, tus discursos quedan en letra muerta”, dirá Mario Moretti, uno de sus fundadores.
Las BR esperan generar una mediación con el adversario, que es la clave de la acción política, y ese es su fallo La guerra supone la única meta de destruir al enemigo, pero la ideología marxista de las BR hace que se vean a sí mismas, en palabras de Moretti, como “parte del sujeto social del cambio, y construyendo los instrumentos del poder del proletario armado”. Una “organización de propaganda armada que verifica modos y formas de una transición que no seremos nosotros quienes la establezcamos... Nosotros no hemos superado el estadio de la propaganda armada...”.
Las BR, en el momento de su máxima eficacia bélica, detectan su fracaso en su tope, prisioneros de sus teorías, son incapaces de encontrar una alternativa a la guerra, que saben no pueden ganar. La “destrucción del Estado” es la mentira y, a la vez, el error de todos los revolucionarios. No se trata de destruir el Estado, sino de conquistarlo. La única obra utópica de Lenin, “ El Estado y la Revolución”, es una pura falacia, Lenin jamás lo aplicó. Los nazis de Hitler o Curzio Malaparte (autor de “Técnica del golpe de Estado”) podrían enseñar mucho a estos revolucionarios de izquierda sobre política y Estado porque, tal y como escribe el sociólogo marxista Alan Wolfe en su obra “ Los límites de la legitimidad”: “ Quienes negaban la autonomía y aún la existencia del Estado estaban al mismo tiempo glorificando su poder, elogiando sus logros, proclamando sus virtudes ”.
Las BR intentarán transformarse. Unos en un partido revolucionario, el “ partido comunista combatiente”, chocando con la imposibilidad de lograr “ mediaciones políticas” a través de la agitación armada. Otros en el "Partido Guerrilla" para saltar a la “guerra revolucionaria”, en el periodo 1979-81, puro castrismo, guevarismo romántico. Fracasaron inmediata y estrepitosamente, en medio de delaciones y “disociaciones”.
Sin embargo, las BR lo tenían todo para entender el verdadero proceso de la política, pero su ideología les impide sacar conclusiones y metas correctas: “ La clase obrera observa y de algún modo protege a la guerrilla, pero la guerrilla no es de la clase obrera ”.
El problema de estos comunistas es que creen en su propia propaganda y carecen del cinismo de un Lenin o un Stalin.
Las BR se saben simple parte de una “ vanguardia” muy reducida: “ Nuestras brigadas de fábrica, políticamente muy fuertes, son numéricamente siempre exiguas” (apenas diez individuos).
Pero no sacan la conclusión pertinente: "se trata de una lucha entre élites"; grupos, al margen de las masas, siempre apáticas, limitadas o manipuladas, siempre al margen de esas “vanguardias” políticas, realmente protagonistas.
Grupos guerrilleros clásicos, “tercermundistas", como el Frente Sandinista nicaragüense, saben bien qué tipo de partida están jugando. Saben que pueden captar a grupos numerosos de la población por los problemas que genera el subdesarrollo (o los traumas del desarrollo) para conquistar el poder, partiendo de una militancia de segmentos sociales no satisfechos con su posición. Esa es la base de un proceso clásico de relevo de élites vía revolucionaria. No hay más.
La “emergencia de nuevos sujetos sociales” no es más que un intento de adaptación, de modernización de la vieja teoría de la lucha de las clases sociales por parte de la izquierda, desarbolada ideológicamente. Los actuales grupos de presión de los “ nuevos movimientos sociales” (ecologistas, minorías sexuales y raciales, ocupas...), que le suministran nuevos elementos de movilización a esa izquierda, tienen su origen en los cambios sociales provocados por la crisis del petróleo de 1973, y su primer antecedente en los grupos del movimiento de la “ Autonomía Obrera” italiana de finales de los 70.
Se trata de sectores sociales con cualificaciones educacionales que no tienen lugar en un mercado de trabajo que ha sido reestructurado, producto de la crisis. Y se rebelan. Pero su acción ya no llevará la marca de las movilizaciones obreras clásicas, del “obrero-masa” sino que se desvinculará paulatinamente del obrerismo, hasta llegar a los actuales NMS (la teoría del profesor comunista Asor-Rosa, la de las “dos sociedades” y la del profesor Negri del “obrero social”).
Son ya grupos de intereses desvinculados de la jerarquía social generada por el mundo del trabajo, y muchas veces de orígenes nada marginales económicamente: “ El obrero social descubre la relación social como fundación autónoma. La definición del obrero social es la definición de un acto político que funda una relación política independiente... El único hilo rojo que recorre esta constitución es el político, la autonomía de lo político... ” (Toni Negri). “Las políticas de la subversión 'Fin de siglo' ”, 1992, página 147).
En el párrafo posterior, Negri intenta justificar infructuosamente la contradicción de defender la autonomía de lo político cuando los comunistas siempre habían teorizado contra ello, contra el simbolismo de la política. Su teoría es pues algo distinto del marxismo, y lo será cada vez más.
Así que los “procesos revolucionarios” reales son mucho más complejos y sobre todo aleatorios.
Veamos una de las más mitificadas y falsas de la actual época: la popular “revolución rumana” de 1989.
Rumanía era una economía arruinada por la ruptura de sus apoyos económicos exteriores (Irán, Irak) y su modelo megalómano de tipo autárquico, cuyo dirigente, Ceaucescu, había optado una década antes por un sistema de comunismo asiático de tipo maoísta-norcoreano, dominado por el culto a la personalidad, el nepotismo, la ineficacia y el padrinazgo, con nula oposición, una fuerte presencia del aparato militar-industrial, y que era atacado por el aperturista vecino húngaro.
De hecho, el grandilocuente “plan de sistematización” del campo rumano, de corte chino, no fue puesto en marcha ni estaba destinado a aplastar a la minoría húngara, una intoxicación de los húngaros hacia la prensa occidental que ya denunció “ Newsweek” y que Ceaucescu utilizó para galvanizar al Ejército.
La rebelión de Timisoara, cerca de Hungría, por un hecho menor, se les escapó de las manos a la policía y la “Securitate” (policía política) por la rapidez con la que se desarrollaron, que impidió utilizar su principal táctica: la disuasión, el temor a su pretendida omnipresencia. La falta de preparación en antidisturbios de la policía hizo el resto. La obsesión paranoica de la proximidad a la frontera húngara hizo que el gobierno encargara la represión al Ejército. Los 60 muertos que causaron provocaron una huelga general en la ciudad.
Ceaucescu utilizó métodos de 20 años atrás organizando un acto de autoapoyo en Bucarest con obreros escogidos. De hecho, la jugada salió bien. Fue vitoreado, pero un muy pequeño grupo le abucheó y otro tiró un petardo. Los tres minutos de interrupción de la retransmisión televisiva del acto fueron los que hicieron que la gente saliera a la calle espoleada por la curiosidad.
La posterior represión militar y huelga general, junto al suicidio del ministro del Ejército y su posterior descalificación por “traición” hicieron que el Ejército cambiara de bando. El exceso de personalización del régimen hizo que se optara por la represión en lugar de ceder al cambio. En realidad, un cambio social que venía fraguándose en las sociedades comunistas desde hacía 20 años, y que en lugares como Checoslovaquia o la RDA hizo que una fácil represión se transformara en retraimiento de las élites políticas aunque no conservaran el poder.
Ceaucescu huyó sin rumbo, creyendo ver un golpe de Estado, y los manifestantes ocuparon el Comité Central del PCR. El grupo (entre muchos) que logró formar un “gobierno” fue el situado en la sede de la TV con miembros marginales del PCR, oportunistas espontáneos y algún militar, deseoso de lavar su actuación represiva. Estos últimos fueron decisivos en los acontecimientos posteriores, los “combates” del 22 de diciembre, provocados por un intento de un sector del Ejército que desconfiaba del nuevo gobierno para tapar su papel en la represión. Pretendía espantar a la multitud y forzar un cambio de gobernantes. No lo lograron, y sólo sirvió para precipitar la eliminación física del detenido Ceaucescu y para levantar el mito de una resistente “Securitate” que en ningún momento existió.
Todo ello en medio de un caos de multitudes en las calles, de las instituciones y de los medios de comunicación , con soldados asustados y mal armados apostados en las calles y grupos espontáneos provistos de hachas o palos, con un evidente y repentino vacío de poder.
Otra revolución moderna es la iraní, icono progresista porque aunaba los elementos que les seducen: “antiimperialismo”, “antioccidentalismo” y totalitarismo. Las circunstancias que condujeron a la abdicación del Sha y la proclamación de la República Islámica fueron la consecuencia de la alianza estrecha entre los intelectuales islámicos, los sectores religiosos de la “burguesía” y la juventud urbana pobre y marginada, que sólo quería mejorar su miserable nivel económico, producto de los desequilibrios del desarrollo. Estos últimos fueron los que proporcionaron las tropas de choque del jomeinismo, tanto contra el régimen del Sha como contra el resto de facciones, encuadrados en los comités de salvación (komitehs) y los guardianes de la revolución (pasdaran).
Los intelectuales islámicos, especialmente Ali Shariati, proporcionaron a los ayatollahs, el clero fundamentalista acaudillado por Jomeiny, una modernización de su discurso (las apelaciones a los mustadafines, los desheredados, mezcla de mesianismo tercermundista y de ecos marxistas), y el poder convertirse en bandera y proa del proceso en curso. El clero, económicamente autónomo por la gestión de la limosna musulmana (zakat), estaba enfrentado al poder por el deseo del Sha de colocar la educación bajo la responsabilidad del Estado.
Cuando, en 1975 descendieron los beneficios del petróleo (un 12%) y el régimen atacó la “especulación” de los grandes comerciantes y obligó a las empresas a vender participaciones a los trabajadores, se enajenó el apoyo de las clases medias, agrupadas en el Frente Nacional. Ellas proporcionaron los fondos para las cajas de resistencia de las huelgas y las familias de los detenidos y muertos en las manifestaciones.
Todas las reivindicaciones sociales de estos grupos quedaron moldeadas por el discurso islámico jomeinista, pospuestas a este, y finalmente olvidadas, como demostraron las jornadas multitudinarias del 10-11 de diciembre de 1978. Posteriormente todos los grupos políticos que habían esperado manipular el movimiento (canalizado a través de las redes de mezquitas y escuelas islámicas, con un total de 20.000 locales) y que fueron manipulados por Jomeiny, fueron eliminados físicamente por él (PC iraní-Tudeh, los fedayan de extrema-izquierda, los muyahidin musulmanes y las clases medias comerciantes y laicas del Frente Nacional). El discurso oficial sería impuesto bajo la doctrina del "vahdete kalimeh" (discurso unitario).
Evidentemente, podríamos haber escogido cualquier otra “revolución”. La rusa ya la hemos analizado en otro lugar. Las vicisitudes del acceso al poder de Hitler o Mussolini son bien conocidas, mezcla de astucia, audacia y suerte.
El emperador está desnudo pero nadie lo señala. No obstante, esa es la verdad del poder y del campo político: su accesibilidad para una élite que decida eliminar o neutralizar a las otras (¿acaso no fue eso el fascismo, y el comunismo?).
El poder y sus elementos de nuevo subrayados. Una realidad moldeable e imprevisible, objeto de las maniobras de los que se deciden a ACTUAR, a participar en la partida como sea ... .