Portada Indice

Los falsos modernismos: islamismo y nacionalismo

Entendemos la modernidad como un tipo de sociedad en la que los individuos no están atados a identidades tradicionales debido al carácter dinámico (social y económico) de esa sociedad. La modernidad establece separaciones entre campos de actividad y el poder: Iglesia/Estado, trabajo/capital, etnia/religión…

Dos ideologías actuales son plenamente contrarias a la modernidad por su esencia y metas, pero han sabido adaptarse a ella escogiendo los elementos materiales que les interesan y pervirtiendo el resto: son el nacionalismo y el integrismo religios, especialmente el islámico, el de mayor presencia política.

El nacionalismo es una ideología mediante la cual se construye una nación inexistente. Se inventa una comunidad, su Historia y sus características culturales, a través de la mentira y la manipulación.

El nacionalismo ha logrado parecer justo, “progresista” y moderno. Pero no lo es. Esta imagen la ha obtenido pervirtiendo significados de símbolos y conceptos, adaptándolos a su evolución camaleónica.

El nacionalismo es, de hecho, un “modernismo reaccionario”. Alejándose del bucolismo pastoral de sus orígenes, logra en el siglo XX incorporar las expresiones materiales más características de la modernidad, como la tecnología y la industrialización, a su diseñado sistema cultural, sin disminuir sus aspectos irracionales y reaccionarios.

El nacionalismo desea una revolución cultural-política que genere la nación más allá del capitalismo, el comunismo, el liberalismo y el parlamentarismo democrático. Por eso cualquier ropaje político que adopte es circunstancial: nacionalismo de izquierdas, conservador, moderado, liberal, racista…

Más que ninguna otra ideología, el nacionalismo “transforma el sentimiento en significado y lo vuelve socialmente disponible”. Es lo que la Antropología llama “el proceso autónomo de la formulación simbólica”. Con ello logra colocar los significados opuestos en un marco único, dando sentido a ciertas operaciones sociales que, de otro modo, serían incomprensibles e intolerables, y posibilitando la acción política.

Es decir, pueden lograr definir como progresista algo manifiestamente reaccionario, o que se acepten operaciones de ingeniería social injustas.

Conceptos como raza (camuflada como "identidad" o "etnocultura"), etnia, comunidad o voluntad adquieren una apariencia racional y “progresista” aceptable ( el totalitarismo, a su vez se camufla bajo "comunitarismo" y "democracia social"). Es el enmascaramiento del nuevo fascismo, que une al nacionalismo con la ecología, la autodenominada "izquierda", la solidaridad, el internacionalismo (¿?), en un matrimonio antinatural, irracional.

El nacionalista entra en política por razones nada altruistas y que tienen mucho de compensación psicológica. Encuentra una identidad nueva que ellos teñirán con la antigüedad de su fantasía. El nacionalismo se forma de la pasión del romanticismo político, el populismo, el esteticismo y el lenguaje de la identidad , del yo y del nosotros, seleccionando de la tradición los elementos que le interesa y deformando otros. Cuanto más habla el nacionalismo de cultura, más la traiciona y deforma.

Como ha dicho el analista del nacionalismo, Ernst Gellner, en el nacionalismo, la sociedad se adora a sí misma. Y, consecuentemente, todos los aspectos que toca el nacionalismo se transforman en entes autónomos regidos por imperativos desligados de las relaciones sociales. Todo en ellos es místico, extrahistórico (“vida”, “sangre”, “lucha”…) y el primero que realizó con éxito esta auténtica revolución cultural fue Hitler.

El nacional-socialismo fue una mezcla de ideología de la voluntad y visión estética de la política, mezclada con el chivo expiatorio del antisemitismo. Un “romanticismo de acero”, como lo definió Goebbels. Hitler fue el primer líder político en utilizar medios como el avión y la radio, las técnicas de comunicación de masas y el desarrollo de las autopistas o las innovaciones militares. Fritz Todt, ministro de Armamento, dijo que la tecnología “no estaba integrada por materia muerta sino por obras culturales dotadas de alma que surgían orgánicamente del pueblo”.

Evidentemente, la irracionalidad de su planteamiento idealista y voluntarista, y el empleo de líderes escogidos por su fidelidad política y no por sus capacidades técnicas, provocó un atraso importante en el avance tecnológico y en la producción para el esfuerzo bélico (en 1939, Alemania producía sólo la cuarta parte del acero de sus enemigos).

El fanatismo incluye siempre desligar los medios de los fines.

El nacionalismo realizó una promesa de redención cultural y emocional aceptando aspectos del mundo moderno: una renovación de la “tradición”.

El precio a pagar por ese falso “mundo feliz”, por esa integración social en la tribu, en la secta, es la marginación y negación del “otro”, que en los nazis se encarnó en el judío. En catalanes y vascos en nosotros, en el español.

En cuanto al fundamentalismo religioso, especialmente el islámico, se suele creer que representa una vuelta a la práctica estricta de los ritos religiosos y las formas sociales, acompañada de un repliegue social, un espíritu de secta.

Nada más falso. El movimiento islámico actual es una radicalización política violenta que reacciona ante la aculturación y frustración causadas por el desarraigo y expectativas incumplidas en el modelo occidental, y que incide muy especialmente en los musulmanes que viven en occidente. Es una reacción ante los cambios que provoca la modernidad.

La “umma”, la comunidad de los creyentes, les dota de la identidad perdida (como el nacionalismo), una identidad universal, transnacional e interracial. Como el nacionalismo, el islamismo fundamentalista desprecia las culturas y civilizaciones musulmanas históricas, al margen de los estrictos parámetros religiosos. Es ahistórico y anacional, permite superar derrotas históricas y adaptarse a la modernidad, negando su trasfondo racional, sustituyéndolo por su totalitarismo.

La visión jurídica que el Islam tradicional tiene de los vínculos sociales, es sustituída, con el integrismo, por un totalitarismo que engloba todos los aspectos sociales bajo el paraguas de la unicidad islámica.

Como el nacionalismo, se constituye en una contrasociedad sectaria que aspira a conquistar todo el espacio social, tal y como ocurrió en la Alemania nazi, y en las regiones vasca y catalana de la España actual. Y como ellos, ha logrado encarnar la nueva versión del “antiimperialismo” y antioccidentalismo, atrayéndose a la izquierda.

Como ha hecho con el resto de los “nuevos movimientos sociales”, la izquierda ha adoptado esta nueva identidad en el ruedo político, lo llama la “especificidad” (“jususiya”) oriental del islamismo árabe, centrado en Asia central y Oriente Medio.

Si el nacionalismo utiliza la sacralización y manipulación de la cultura, el integrismo lo hace con la religión. También en él ha sido fundamental la estructuración de un pensamiento que se reclama a la vez tradicional y revolucionario pero parte de un grupo de intelectuales.

Por eso es inútil analizar las visiones y teorías que ambas ideologías tienen de sí mismas: porque son falsas. La defensa que dicen hacer de la tradición, nacional o religiosa, es selectiva, deformante e interesada. Este nuevo radicalismo surge en la década de los 60 y principios de los 70, con las derrotas árabes frente a Israel, que deslegitiman a los regímenes nacionalistas, y por la crisis del petróleo.

Estos intelectuales (Banna, Mawdudi, Qotb) definieron la “impiedad” y “barbarie” de la sociedad moderna, criticaron el nacionalismo árabe como sustituto de la “umma” y propugnaron una definición del Islam como totalidad de tipo político, cuya base es el Corán. Un Islam enfocado a la acción política y la conquista del poder que rechaza que un falso poder musulmán pueda aplicar consecuentemente la “sharia”, la ley islámica.

Rechazan por lo tanto el poder de los “ulemas”, los doctores de la ley, siempre complacientes con el poder. Esto les permite hacer derivar la soberanía del cuerpo político directamente de Dios (un término abstracto como la “nación” de los nacionalistas) e interpretar los textos de modo tendencioso y selectivo. Les permite anteponer el proyecto revolucionario de conquista del poder al cumplimiento de los preceptos, generando una dinámica adaptada a la “yihad” (guerra) más que a actitudes piadosas y pasivas.

El teórico más importante en la creación de esta ideología fue Alí Shariati (1933-77), que elaboró una síntesis entre el Islam chiita y las ideologías progresistas occidentales, introduciendo el término “desheredados”, anticlerical y revolucionario, que influiría decisivamente en el “ayatollah” Jomeini, el cual unificaría a estudiantes, trabajadores, comerciantes, lumpen urbano e intelectuales tras su ambiguo programa para después eliminar uno a uno a todos sus rivales políticos y anulando las aspiraciones sociales de estos sectores.

Los integristas afirman que no hay que modernizar el Islam sino islamizar la modernidad. Rechazan el valor de la evolución y el progreso pero, como los reaccionarios occidentales, dejan fuera la ciencia y tecnología, considerándolas “neutrales” ideológicamente.

De hecho, sus militantes proceden de los sectores técnicos de las universidades, de entorno urbano y reciente, muchos fuera de sus países de origen.

Los islamistas arraigan en sectores afectados por los efectos de la modernización social (urbanización, escolaridad, alfabetización de la mujer, descenso de la tasa de natalidad), y no se quedaron encerrados en círculos concretos como la izquierda árabe (intelectuales, militares…).

A los jóvenes urbanos marginados, o educados y sin posibilidad de ascenso social, les ofrecen un modo de vida puritano e igualitario. Su crítica social está unida a su discurso moral. Como los nacionalistas, disfrazan sus objetivos de racionalidad y espíritu práctico, economicista.

Una modernización traumática por su rapidez e intensidad, unida al fracaso económico de los “socialismos árabes” en un contexto de corrupción administrativa, excesivas diferencias sociales, inflación, reducción del empleo público, urbanización salvaje, represión de la izquierda y autoritarismo político. Sus aliados en la guerra contra la modernidad son los islamistas ultraconservadores, que pretenden “reislamizar” la cultura y la sociedad sin llegar a conquistar el poder político, de momento.

El Islam está aislado de la vida”, afirman constantemente. La acusación la dirigen al “poder impío”, pero sobre todo a los medios de comunicación. Critican la presencia de canciones, películas, revistas con sexo o erotismo, la idolatría a personajes de estas áreas y el culto al hedonismo y al narcisismo que representan, su superficialidad y materialismo, el consumo de alcohol, la “contaminación” del turismo, la enseñanza (Historia, literatura, lengua) nacionalista y populista, al margen de la “umma”, la planificación familiar, la promiscuidad en los espacios públicos, la entronización de la lógica científica y el interés bancario, y el auge de la inversión extranjera.

Ven las sociedades occidentales desintegradas y decadentes, como los comunistas hace medio siglo, pero son incapaces de analizar los motivos reales porque se lo impide su corsé religioso.

La solución que propugnan es como la de los nacionalistas, el “modernismo reaccionario”. No están en contra de los medios de comunicación sino de los mensajes que difunden. Esta es quizá la principal diferencia con los ultraconservadores islamistas. Lo que proponen es controlar las fuentes y eliminar las visiones discordantes con la suya: el totalitarismo y no la pluralidad es su meta, como los nacionalistas.

Las coincidencias en el antimodernismo de los dos totalitarismos actuales no son sorprendentes. Nacen de actitudes y esquemas similares y tienen las mismas metas.

.Es un doble enemigo que se ceba en nosotros amparado en la fachada de la “tolerancia” y la “democracia”. No se puede ser tolerante con quienes nos quieren destruir.